Durante todo el tiempo de pandemia, la distancia social se reveló como uno de los remedios más eficaces para evitar el contagio, y al tiempo que el mundo se llenaba de incertidumbre se vaciaba de abrazos en los que encontrar consuelo. Ventanas y balcones sustituyeron a plazas y bares, y los aplausos y las canciones fueron los nuevos besos y abrazos, las nuevas «¡gracias!».
Hospitales de campaña, morgues improvisadas, economía paralizada, colegios y parques sin niños, carreteras vacías, un cielo sin estelas de aviones… Y despedidas sin adiós. Hasta que los datos en los que cada día buscábamos la esperanza empezaron a mejorar, «Doblegar la curva» fue otra de las expresiones que dejará la pandemia.
Uno de los estudios de la ciencia sobre el contacto es que con la proximidad afectivo-material, con los besos y abrazos, se libera oxitocina, que es una hormona prosocial, es decir, que aporta un plus a nuestra relación, que potencia los sentimientos que tengamos, de ahí que el “hambre de piel” no sea una forma de hablar, una frase hecha, sino un fenómeno neurofisiológico que explica por qué la falta de contacto acrecienta el malestar psicológico que ya venía ocasionando la pandemia y está afectando a la salud mental de tantas personas.
Después de un año desde el inicio de la pandemia llega la esperanza, la vacuna, y con ella comienza lo más parecido a la normalidad, nuestra nueva normalidad en la que la desconfianza sigue vigente, donde aún la mascarilla no se ha desechado, donde los abrazos se comienzan a retomar.
Por fin, y si el número de contagios y fallecimientos continúa reduciéndose drásticamente como hasta ahora, podemos afirmar que los abrazos, los besos y la compañía cara a cara han vuelto para quedarse. Bienvenidos.
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